Hartas de ser explotadas por los proxenetas, un grupo de prostitutas desafían a la industria del sexo en Tailandia con el experimento de un local gestionado por ellas mismas para ejercer su oficio.
A primera vista, el «Can Do» (Puede Ser) es idéntico a los otros bares de alterne con los que comparte un oscuro callejón del barrio rojo de la ciudad de Chiang Mai, lleno de luces de neón y chicas-reclamo en la calle como ocurre en otros lugares similares de Bangkok.
Pero apenas un puñado de clientes están sentados en torno a las mesas, el volumen de la música es bajo, las camareras visten camiseta y vaqueros en vez de minifaldas y zapatos de tacón, y charlan entre ellas en una mesa en vez de bailar en la barra americana.
Ésa es la nueva filosofía que ha inculcado a las trabajadoras Liz Hilton, la gerente del prostíbulo que llegó al país hace casi una década para asesorar a Empower, una ONG que lucha a favor de los derechos de las mujeres en Tailandia.
«Aquí creemos que el sexo es algo personal entre dos, tres o más adultos, no nos importa. No es un asunto del bar, sino una actividad íntima entre adultos con consentimiento, y no debemos hacer negocio con eso», explica a Efe esta australiana sin pelos en la lengua.
Hilton subraya que todas las empleadas del bar -tanto las fijas como las eventuales- trabajan un máximo de ocho horas diarias, cotizan a la seguridad social tailandesa y tienen derecho a un día libre a la semana y dos semanas de vacaciones pagadas al año.
Las horas extra son voluntarias y se pagan, y puesto que ellas son las propietarias, no imponen sanciones por terminar antes la jornada para marcharse con algún cliente ni deben cumplir cuotas de copas a las que las tienen que invitar, como en otros prostíbulos.
«En la mayoría de sitios como éste, los patrones están fuera de la ley, son unos mafiosos. Queremos decirles que sí, ‘se puede’ administrar un local de ocio así en Tailandia sin violar ninguna ley, explotar a nadie y además tener beneficios», añade la «madame» del Can Do.
Hilton destaca además que su burdel es el único de Chiang Mai que no soborna a la Policía: «No nos hace falta porque aquí no hay prostitución, las nuestras son trabajadoras sexuales con libertad».
Por su parte, la participación en el negocio ha elevado el poder adquisitivo de las mujeres de este bar, uno de los pocos que reparte gratuitamente preservativos entre los clientes para prevenir así la transmisión de enfermedades como el Sida.
También el local cuenta con personal que protege a las empleadas para impedir que sean blanco de la violencia machista, una lacra de la vida nocturna tailandesa.
Lek, de 30 años, empezó a vender su cuerpo hace diez, cuando se separó de su marido y no ganaba dinero suficiente para mantener a sus dos hijos.
«Trabajaba todas las noches, sólo tenía libre un día al mes, y si me ponía enferma, no sólo no cobraba sino que tenía que pagar. Pero aquí son ocho horas y me puedo ir a casa con mis niños, no tengo que irme con nadie si no quiero», relata.
Otro caso es el de Pim, quien abandonó la pobreza de su aldea en la frontera con Birmania con la ilusión de ser cantante y terminó atrapada por las fauces de la industria sexual.
«Una vez estuve dos meses sin descanso y aún así, el dueño del bar decía que le debía el dinero de la ropa sexy que él me había comprado», asegura la joven, quien aprendió a leer y escribir en la escuela de Empower en Bangkok.
Pim indica que ya no tiene que preocuparse de los hombres que se niegan a pagarla por sus servicios.
Un lustro después de su inauguración, Can Do obtuvo beneficios por primera vez este año «y esperemos que así será siempre en el futuro», manifiesta Liz Hilton.